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martes, 16 de noviembre de 2010

Pollo con patatas

La yaya solía venir los viernes. En realidad creo que cualquier día le hubiese sido igual, pero ella venía los viernes, después de comer, creo.
A esa hora estábamos en el colegio o en el instituto y según nuestra hora de regreso a casa la veíamos o no.
Yo recuerdo llegar a casa, sin reparar en que día de la semana era, entrar, dejar mis cosas y de repente notar un aire diferente, como una señal imperceptible de que algo había cambiado, entonces empezaba a husmear arriba y abajo y lo veía. Las plantas de la galería, cuatro plantas alicaídas y llenas de hojas secas habían resucitado, después y junto a las plantas veía montoncitos de ropa doblada también inusuales que estaban a punto para ser colocados en los armarios, y por último y entrando en la cocina una cazuela tapada y aún caliente con la mejor comida del mundo: pollo rustido con patatas a cuadraditos, fritas aparte y mezcladas después con el pollo. Un pollo con patatas irresistible, siempre con el mismo aroma, siempre igual de bueno.
Entonces, una vez constatada la visita de la yaya, preguntaba a quien allí se encontrara: ha venido la yaya? Sí, era la respuesta, se acaba de ir. Y de repente una sensación de vacío.
Lo que siento ahora ya mayor , creo que se asemeja bastante a lo que sentía de niña , que aunque sin la plena conciencia de sentirlo , lo sentía: una especie de tristeza , pena . Podía, puedo, imaginar la gruesa figura de mi yaya marchando sola, hacia el metro para regresar a su casa. Ella vivía en Hospitalet, a unas pocas paradas de mi casa y se marchaba temprano porque debía atender al yayo, prepararle la cena.
A veces, o siempre, dejaba envueltas en un tierno papel de estraza blanco unas enormes magdalenas que vendían en una pastelería al lado de su casa. Eran gigantes, con forma estrellada y cada una tenía su propio papel. Así que si yo llegaba antes que mis hermanas podía ir abriéndolas todas y elegir la más bonita, que siempre era la más inflada, claro, volviendo a enroscar los extremos del papel encima de las otras magdalenas sin que se notase mi desliz.
La figura oscura, gruesa y lenta de la yaya, yendo hacia el metro, dándome la espalda es la imagen que se forjó en mi mente sin haberla visto. Una imagen triste que me duele aún y me dolerá siempre y me hace arrepentir de todos esos viernes que llegué tarde del instituto y tomé sus regalos sin darle siquiera un beso.

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