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lunes, 23 de abril de 2012

Afectos


No sabía si iría o no. Siempre que tengo que ir a un entierro de alguien no muy cercano me cuestiono mil veces la decisión.

En este caso era bastante cercano el vínculo familiar que nos unía, pero el tiempo transcurrido sin vernos, sin tener noticias los unos de los otros nos convertía en extraños.

Tío carnal, por parte de madre. Su hermano mayor. A  punto de cumplir los 90 años. Veinte años sin vernos.

Las razones que justificaban la ausencia total de relación estaban en la ausencia también de mi madre, veinticuatro años atrás.

Como unen y  cohesionan la familia las madres es algo que sólo se puede saber cuando dejan de estar. El puente que se establecía entre tíos, primos y demás deja de existir y la distancia se hace cada vez más insalvable.

Dos días fueron los que estuve dando marcha adelante y atrás a la idea de asistir al funeral. Para qué? A quién beneficiaría mi presencia?, Qué sentido tenía después de tanto tiempo?

Fui. Cómo casi siempre me ocurre con este tipo de dudas elegí la decisión adecuada.

Tres eran los hijos de mi tío,  viudo hacía treinta y tantos años, por lo  tanto tres eran los primos que perdían a su padre.

Y supe por los abrazos recibidos por ellos que yo debía estar allí. Descubrí que un afecto ancestral, antiguo,  de nuestra infancia nos había unido y a pesar de los años seguía vivo.

Y ese afecto que ni sabía que existía, lo ocupa todo hoy, con la certeza de saber que si a alguien  benefició que yo fuese a ese entierro fue a mi misma.

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