La yaya solía venir los viernes. En realidad creo que cualquier día le hubiese sido igual, pero ella venía los viernes, después de comer, creo.
A esa hora estábamos en el colegio o en el instituto y según nuestra hora de regreso a casa la veíamos o no.
Yo recuerdo llegar a casa, sin reparar en que día de la semana era, entrar, dejar mis cosas y de repente notar un aire diferente, como una señal imperceptible de que algo había cambiado, entonces empezaba a husmear arriba y abajo y lo veía. Las plantas de la galería, cuatro plantas alicaídas y llenas de hojas secas habían resucitado, después y junto a las plantas veía montoncitos de ropa doblada también inusuales que estaban a punto para ser colocados en los armarios, y por último y entrando en la cocina una cazuela tapada y aún caliente con la mejor comida del mundo: pollo rustido con patatas a cuadraditos, fritas aparte y mezcladas después con el pollo. Un pollo con patatas irresistible, siempre con el mismo aroma, siempre igual de bueno.
Entonces, una vez constatada la visita de la yaya, preguntaba a quien allí se encontrara: ha venido la yaya? Sí, era la respuesta, se acaba de ir. Y de repente una sensación de vacío.
Lo que siento ahora ya mayor , creo que se asemeja bastante a lo que sentía de niña , que aunque sin la plena conciencia de sentirlo , lo sentía: una especie de tristeza , pena . Podía, puedo, imaginar la gruesa figura de mi yaya marchando sola, hacia el metro para regresar a su casa. Ella vivía en Hospitalet, a unas pocas paradas de mi casa y se marchaba temprano porque debía atender al yayo, prepararle la cena.
A veces, o siempre, dejaba envueltas en un tierno papel de estraza blanco unas enormes magdalenas que vendían en una pastelería al lado de su casa. Eran gigantes, con forma estrellada y cada una tenía su propio papel. Así que si yo llegaba antes que mis hermanas podía ir abriéndolas todas y elegir la más bonita, que siempre era la más inflada, claro, volviendo a enroscar los extremos del papel encima de las otras magdalenas sin que se notase mi desliz.
La figura oscura, gruesa y lenta de la yaya, yendo hacia el metro, dándome la espalda es la imagen que se forjó en mi mente sin haberla visto. Una imagen triste que me duele aún y me dolerá siempre y me hace arrepentir de todos esos viernes que llegué tarde del instituto y tomé sus regalos sin darle siquiera un beso.
A esa hora estábamos en el colegio o en el instituto y según nuestra hora de regreso a casa la veíamos o no.
Yo recuerdo llegar a casa, sin reparar en que día de la semana era, entrar, dejar mis cosas y de repente notar un aire diferente, como una señal imperceptible de que algo había cambiado, entonces empezaba a husmear arriba y abajo y lo veía. Las plantas de la galería, cuatro plantas alicaídas y llenas de hojas secas habían resucitado, después y junto a las plantas veía montoncitos de ropa doblada también inusuales que estaban a punto para ser colocados en los armarios, y por último y entrando en la cocina una cazuela tapada y aún caliente con la mejor comida del mundo: pollo rustido con patatas a cuadraditos, fritas aparte y mezcladas después con el pollo. Un pollo con patatas irresistible, siempre con el mismo aroma, siempre igual de bueno.
Entonces, una vez constatada la visita de la yaya, preguntaba a quien allí se encontrara: ha venido la yaya? Sí, era la respuesta, se acaba de ir. Y de repente una sensación de vacío.
Lo que siento ahora ya mayor , creo que se asemeja bastante a lo que sentía de niña , que aunque sin la plena conciencia de sentirlo , lo sentía: una especie de tristeza , pena . Podía, puedo, imaginar la gruesa figura de mi yaya marchando sola, hacia el metro para regresar a su casa. Ella vivía en Hospitalet, a unas pocas paradas de mi casa y se marchaba temprano porque debía atender al yayo, prepararle la cena.
A veces, o siempre, dejaba envueltas en un tierno papel de estraza blanco unas enormes magdalenas que vendían en una pastelería al lado de su casa. Eran gigantes, con forma estrellada y cada una tenía su propio papel. Así que si yo llegaba antes que mis hermanas podía ir abriéndolas todas y elegir la más bonita, que siempre era la más inflada, claro, volviendo a enroscar los extremos del papel encima de las otras magdalenas sin que se notase mi desliz.
La figura oscura, gruesa y lenta de la yaya, yendo hacia el metro, dándome la espalda es la imagen que se forjó en mi mente sin haberla visto. Una imagen triste que me duele aún y me dolerá siempre y me hace arrepentir de todos esos viernes que llegué tarde del instituto y tomé sus regalos sin darle siquiera un beso.
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