Ella estaba en una salita junto con muchos otros. Dispuestos en un cuasi
doble círculo, unos delante, otros más atrás. Casi todos en sillas de ruedas,
sólo unos pocos sentados en butacas.
Yo la iba a buscar a ella para pasar juntas una hora, para sacarla de la
triste apatía de la residencia ni que fuese por una hora.
La salita tenía (tiene) como elemento principal y en torno al cual gira la
disposición de los usuarios una gran tele. El volumen alto, la tele también.
Ellos miran casi todo el tiempo hacia abajo, hacia sus manos apoyadas en
sus rodillas. Muchos de ellos dormitan o están ausentes. Y mientras yo la
encuentro a ella y trato de sacarla de entre tanta silla hacia el pasillo, la voz
ensordecedora de una mujer que ha perdido su piso. Vocifera y grita llorando
por ella, por sus hijos, por la vida que le espera. Yo no soporto ese griterío
emitido por una de esas cadenas sensacionalistas y oportunistas. Miro las caras
de todos, nadie mira, nadie lo ve.
Y me pregunto quién es el genio que dispone colocar una super tele en las
alturas para usuarios que no pueden mover ya sus cervicales. Y me pregunto
también si no habrán programas de naturaleza donde ver alguna gacela corriendo
o el vuelo de un águila en el cielo azul para, así, ni que sea por un instante aportar una chispa de vida a esta gente que ya
tiene tan poquita.
No, a nadie se le ocurre. En lugar de eso un griterío terrible saliendo
del aparato y ellos ajenos a todo mirando como alternativa al vacío.