Aún no me encontraba bien después de cinco días de gripe
pero necesitaba salir. Necesitaba campo, verde, aire, movimiento.
Creí que caminaría durante una hora al menos pero en
cuanto me adentré en el camino elegí un atajo que iba a parar a una gran
explanada tranquila, limpia, solitaria donde me senté a escuchar los pájaros y
los leves movimientos de los árboles.
Esa quietud me hacía sentir bien. Me relajaba. Decidí
que para disfrutar más aún de ese estado sería mejor estirarme. Lo hice.
Con los ojos cerrados oía las enigmáticas conversaciones
de los pájaros que eran de lo más alegre
a aquella hora supongo porque la luz así lo propiciaba. Después oí un crujido
de plástico. Traté de ubicar el sonido. No pude. Abrí los ojos.
Tenía a dos metros a un tipo con una bolsa de plástico
que transparentaba una botella de vino. La bolsa era amarilla. Él iba de azul y
tenía un ojo morado. Sin duda alguien le dio un cate .
Y al incorporarme me preguntó si por allí se podía ir al
Prat de Vilanova.
Yo incorporada sólo a medias le dije que a unos 5 metros
había una finca donde el señor le indicaría. Le señalé la dirección y le animé
a que le fuese a preguntar. Evidentemente lo único que quería era que se
largase. Se largó pero la magia había desaparecido del lugar imponiéndose ahora
la amenaza de su regreso.
Efectivamente: en tan sólo dos minutos estaba de vuelta
a decirme que el señor le había dicho que al Prat de Vilanova se iba por otro
camino, uno que estaba detrás de mí.
Yo al verlo venir, claro ya me había levantado y
emprendido la marcha.
Acaso tenía yo cara de punto de información turística en
medio de la nada, tumbada bajo mi gorra de pana? Pues debía ser que sí.
En fin que el tipo acabó largándose y yo también, y
mientras lo hacía pensaba en que no había ningún señor que le hubiese podido
informar de nada. Que para qué demonios querría ir al Prat de Vilanova ese tipo
y pensé también en la cantidad de gente
que hay en este mundo desorientada, perdida. Como ese pobre diablo. Como yo a veces. Como yo hoy mismo.